lunes, 28 de septiembre de 2009

Luz por dos

Antes de empezar diré lo que se suele decir al final: la práctica me ha encantado. Al principio me pareció complicado, un reto. No sé si he conseguido el objetivo pero el resultado me ha encantado. Además, me he divertido mucho probando cosas. Sin duda, repetiría.


Aquí os presento a mi gata, Kira. Sí, sólo es una y no está del revés. Tampoco es el gato risón de Alicia en el país de las maravillas, que aparece y desaparece según se le antoja. En esta foto ella estaba ahí, tumbada tranquilamente disfrutando del fresco que guardan las casas en un día de verano. Y es que esta foto la saqué antes de apuntarme a esta asignatura, pero creo que merecía la pena incluirla.




Qué decir de este paisaje... Es San Sebastián, para variar. Todas las ciudades tienen mil sitios que retratar pero es que en esta es imposible pasear una tarde sin haber pensado, aunque sea una sola vez, "¡Qué bonita foto hay aquí!". Mi fotografía está sacada desde el monte Urgul, en uno de estos días en los que ni es invierno ni es verano. El cielo azul se tiñe de las nubes negras que llegan, y de mientras, la bahía refleja los rayos de sol que se cuelan. El reflejo crea un sendero de luz sobre el agua que no deja ver su final.




Otra perspectiva de la ciudad. Esta vez, toca el ambiente nocturno. En pleno Festival de Cine, luces y glamour se suman al alumbrado que ya habitualmente se contempla desde el paseo de la Concha. Las líneas curvas de la marea diseñan un recorrido que las luces se empeñan en mostrar.

Paseo de la Concha, nocturno


Festival de Cine desde el hotel María Cristina




Espejito, espejito, ¿quién es la más guapa del reino? Ella, Nahia, mi sobrina. Va a cumplir pronto nueve meses, tan sólo nueve meses, pero me ayudó mucho. Fue una modelo estupenda, bueno, por ahora diré que una muñequita muy trabajadora. Posó durante un rato, no mucho, en una terraza a pleno sol y no se quejó ni un segundo. Dí que ella con cualquier cosa es feliz.


La anterior fotografía está realizada con dos espejos y es una pena que no se perciba. La he dejado por la cara de asombro que tiene. Sin embargo, en la siguiente foto si saco partido al doble espejo y se ve a tres pequeñas Nahias.



Por no decir lo coqueta que es. Y es que de casta le viene al galgo. La muy espabilada no hacía más que teatro con su otro yo en el espejo. Esto ha sido lo más bonito para mí en esta práctica. Trabajar los reflejos con una niña tan pequeña ha sido muy curioso porque ella, al igual que yo, está aprendiendo. Está en una etapa de descubrimientos y eso de explorar con su propia imagen a veces la desconcertaba un poco. Unas veces se quería tocar, otras veces sonreía a su yo...y otras, no se decidía entre mirarme a través del espejo o directamente. Con una chica tan espontánea, lo más difícil ha sido elegir las fotos con las que quedarme porque había material para dos prácticas.




Y esta de propina. Porque no la puedo dejar en mi ordenador guardada y porque tiene una larga historia sobre la colocación de los espejos. Ella y yo estabamos en la alfombra tumabadas y me ayudaron a sujetar un espejo desde arriba (tumbado en el sofá boca abajo). Desde el mismo plano del que saqué la foto. Et voilá, aquí la cara extrañada de Nahia ante semejante posición. Una fotografía de alto riesgo para la tía y la sobrina.



El espejo, al final de la sesión, acabó conviertiendose en su tesoro. Y ella para mí el mío.

lunes, 21 de septiembre de 2009

86.400 entre 1.000

Tenía 86.400 segundos por delante para disparar. Mil veces. Hice las cuentas así que me levanté, tan tranquila a las diez de la mañana. Era domingo. Iba a ser un día para retratar, desde luego: íbamos a celebrar mi cumpleaños.

Amanecí con la gata a los pies de la cama. Soy de letras, así que fallé e inmediatamente me empezó a entrar el agobio. Fotos, fotos, fotos, fotos. Peleé con las sábanas para no despertar a Kira, y saqué la batería que dejé cargando la noche anterior. Víctima fácil, la gata. La disparé un par de veces, dormida y despierta. ¡Tenía que llegar a mil! En ese momento, me acordé del profesor a pesar de ser domingo. ¿Mil fotos? Bff...

Empecé por el calendario. Mi cumpleaños había sido unos días antes y era una fecha digna de retratar: nueve del nueve del nueve. Tras la ducha y el apaño para la ocasión metí la cámara en el bolso. Fuimos a ver las regatas de La Concha a la playa así que no duró mucho tiempo dentro. La matrícula del coche, mis padres paseando, el tumulto de gente al pasar por el túnel de Miramar, el monte Urgul lleno de gente minúscula con camisetas de colores para animar a sus equipos, la casi inexistente playa de La Concha debido a su marea, los paseantes, niños con castillos de arena, señoras que chapoteaban, toldos blanquiazules extendidos, la unidad de Punto Radio en primera fila de la playa, un manifestante por la custodia de sus hijos vestido de Papa Nöel en mitad de la playa, las regatas alineadas preparadas para salir, la bahía llena de barcos, piragüas, nadadores, yates,... En el camino de vuelta, una bicicleta solitaria aparcada junto a la famosa barandilla, un árbol del paseo y lo mejor de todo, la cara de mi padre al ver la multa de la OTA.

Volvimos a casa. Fotografié a mi perro, mentalmente. Al. salir, todo arreglados, un retrato de mis padres en el jardín. De camino al coche mis zapatos de tacón rojos. El cuentakilómetros, la palanca de cambios plateada. En el camino descansó la cámara. Al llegar al restaurante, cambié de batería. Todo era "fotografiable". La rueda del carro barnizada, las flores, los árboles, la piedra del caserío, los ánimales. ¿Y dentro? Pfff, qué decir dentro. Unos decorados rústicos acompañado de unos platos llenos de coloridos. Es una pena que la cámara no retratase sabores.

Al salir, un contrapicado de mi sobrina. De fondo el cielo azul y ella, con sus ojos, llena más que el cielo. Mis pies de nuevo, esta vez en bailarinas rojas. En una roca un modelo improvisado. Era mi hermano. Miré el reloj, ¡también el reloj! Y de repente llegó la hora: sesenta segundos por sesenta minutos por veinticuatro horas, si le restas ocho de suelo menos blablabla... Cámara en mano, como si de una metralleta se tratara: click, click, click, click, click,...no paraba de disparar. Todo lo que veía con mis ojos era retratable. Era un intento de recuperar el tiempo mientras me hacía la digestión.

El atarceder también entró en mi cámara antes de volver a casa, los paquetes de los regalos medio abiertos medio cerrados en mi habitación, las maletas... y si hubiese podido, mi cara de no querer irme.

Comprobé que los cálculos me había fallado. Sí, hice bien en no coger ciencias. Lo más socorrido que tenía a mano era ella. Un book. ¡Mi gata es tan fotogénica!

martes, 15 de septiembre de 2009

Dos siglos, un árbol

La ciudad en la que se encuentra este árbol celebra estos días el centenario de su equipo de fútbol, pero hay algo aún más viejo: la encina de Berio.


San Sebastián, esta es la ciudad en la que nos situamos; y Berio es el barrio en el que se encuentra el árbol que decidí fotografiar. Este vecindario se encuentra en lo alto de una montaña de la que ya poco queda. Las farolas, los tejados de pizarra negra y los ladrillos blancos han acabado con el verde y marrón de la colina. Son sólo dos los sitios que se han salvado: el parque y la encina.


Doscientos son los años que tiene y doscientas las casas que han construido a su alrededor y a pesar de todo, no han podido con ella. Es cierto que hace tres años nuestra enferma se puso enferma y el Ayuntamiento se encargó de instalar unas maderas a modo de soporte. Muchos vecinos barajaron la posibilidad de cortar una de sus ramas ya que la rotonda que forma el terreno de su perímetro corre peligro. Finalmente se optó por cortar uno de los carriles de la rotonda y dejar la calle unidireccional.



Estos dos siglos se reflejan en los anillos dibujados en el interior de su tronco, pero también en sl grosor de su corteza, que tantos fríos, granizos y lluvia ha abrigado. Es también la. autopista de muchas hormigas que circulan en buscan en los alrededores comida para el invierno.



El musgo se acomoda en algunas zonas del tronco a la espera de que las gotas de lluvia entren por los claros de las ramas. Como quien espera dos siglos al agua de mayo.



Desde la ventana de mi habitación, mis ojos siempre encuadraban a un lado el monte Igeldo y al otro, Urgul. En medio, la isla Santa Clara, vigilante oficial de la bahía de
la Concha. Y en medio del paraje, las ramas de mi árbol. Desde aquí, la encina me produce una sensación de agobio al ver las ramas que sobrepasan los tejados como queriendo escalar, reclamando la atención de aquellos que tenemos el privilegio de contemplarlo desde un punto más alto. Como se puede observar, el árbol se encuentra en una encrucijada blanca.



La mole de edificios no es lo único que aprisiona este árbol. Su reja metálico es sólo un recuerdo de lo que unos metros más allá le espera, casas. Casas que lo encierran en esa calle, Karmele Saint-Martin. Casas que tienen niños que se agarran al otro lado del barrote, sin poder saltarlo para conquistar la rama más alta que aviste el horizonte.



Y sí, he fotografiado este árbol porque fue en el primero en el que pensé al proponerme esta práctica. A esta encina le aprietan pero no se ahoga; y es que por mucho que se haya visto encerrado y esquinado en unos pocos metros cuadrados ha sabido levantar la vista y crecer hacia el sitio donde la libertad es de todos, el cielo.