martes, 15 de septiembre de 2009

Dos siglos, un árbol

La ciudad en la que se encuentra este árbol celebra estos días el centenario de su equipo de fútbol, pero hay algo aún más viejo: la encina de Berio.


San Sebastián, esta es la ciudad en la que nos situamos; y Berio es el barrio en el que se encuentra el árbol que decidí fotografiar. Este vecindario se encuentra en lo alto de una montaña de la que ya poco queda. Las farolas, los tejados de pizarra negra y los ladrillos blancos han acabado con el verde y marrón de la colina. Son sólo dos los sitios que se han salvado: el parque y la encina.


Doscientos son los años que tiene y doscientas las casas que han construido a su alrededor y a pesar de todo, no han podido con ella. Es cierto que hace tres años nuestra enferma se puso enferma y el Ayuntamiento se encargó de instalar unas maderas a modo de soporte. Muchos vecinos barajaron la posibilidad de cortar una de sus ramas ya que la rotonda que forma el terreno de su perímetro corre peligro. Finalmente se optó por cortar uno de los carriles de la rotonda y dejar la calle unidireccional.



Estos dos siglos se reflejan en los anillos dibujados en el interior de su tronco, pero también en sl grosor de su corteza, que tantos fríos, granizos y lluvia ha abrigado. Es también la. autopista de muchas hormigas que circulan en buscan en los alrededores comida para el invierno.



El musgo se acomoda en algunas zonas del tronco a la espera de que las gotas de lluvia entren por los claros de las ramas. Como quien espera dos siglos al agua de mayo.



Desde la ventana de mi habitación, mis ojos siempre encuadraban a un lado el monte Igeldo y al otro, Urgul. En medio, la isla Santa Clara, vigilante oficial de la bahía de
la Concha. Y en medio del paraje, las ramas de mi árbol. Desde aquí, la encina me produce una sensación de agobio al ver las ramas que sobrepasan los tejados como queriendo escalar, reclamando la atención de aquellos que tenemos el privilegio de contemplarlo desde un punto más alto. Como se puede observar, el árbol se encuentra en una encrucijada blanca.



La mole de edificios no es lo único que aprisiona este árbol. Su reja metálico es sólo un recuerdo de lo que unos metros más allá le espera, casas. Casas que lo encierran en esa calle, Karmele Saint-Martin. Casas que tienen niños que se agarran al otro lado del barrote, sin poder saltarlo para conquistar la rama más alta que aviste el horizonte.



Y sí, he fotografiado este árbol porque fue en el primero en el que pensé al proponerme esta práctica. A esta encina le aprietan pero no se ahoga; y es que por mucho que se haya visto encerrado y esquinado en unos pocos metros cuadrados ha sabido levantar la vista y crecer hacia el sitio donde la libertad es de todos, el cielo.


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